Monday, May 15, 2017

Tantas Españas por el mundo

IGNACIO PEYRÓ

EXISTE un «mundo de ayer» a la española, como si la Historia hubiese querido plantar –desde Italia hasta el Pacífico– suspiros de España en todo el globo. Es una cartografía sentimental que todavía podemos recorrer. Se hace presente en aquella «España en chiquitito» que fue Tánger, en la casona del gobierno general de Ifni. Nos sorprende en esos colmados que, allá en Fernando Poo, llaman aún «abacerías», con una pureza de lengua que ya nos ha abandonado. Está lo mismo en una plaza de Palermo que en cierta iglesia de los agustinos en Manila, o en la lejanía –entre Australia y Nueva Guinea– del estrecho de Torres, que la nomenclatura inglesa no logró rebautizar. Y está, por supuesto, en la América que, norte o sur, replica innumerablemente nuestra geografía con sus Medellines y sus Méridas y Córdobas. También la geografía de la imaginación: en California o la Patagonia resuenan las caballerías de Esplandián y el Amadís…

Esta huella española aparecerá con hermosa insistencia en el Caribe, allí donde el hombre occidental –desde los primeros avistamientos– quiso proyectar un paraíso de «suaves playas de criollas / con faldas rojas y pañuelos blancos». Nacido poco después del Desastre del 98, Agustín de Foxá lo llama «el mar de nuestros abuelos»: fue el último campo de batalla antes del telón imperial. Sin embargo, un recopilatorio de estéticas caribeñas nos demuestra hasta qué punto lo hispánico ha sabido recauchutar su presencia sin adelgazarla. A imagen de una bajamar que dejara al descubierto nuevos pecios, en efecto, el fin del dominio español no iba a ser el fin de la impronta española, y todavía fumamos cigarros de nombre valenciano, bebemos rones de ascendencia catalana o podemos viajar de mar a mar con platos de estirpe canaria o castellana o unas habaneras en cuya genética maridan la península y el trópico.

Véase una ironía: la nostalgia iba a operar de tal manera que –en toda la cuenca caribeña– no ha bastado con pasear entre fortificaciones coloniales con recuerdos de Cádiz o asomarse a patios de evocaciones cordobesas. No: como un apego inconfesable, incluso los hoteles del cosmopolitismo –El Prado de Barranquilla, el Caribe de Cartagena o el Nacional de La Habana– quisieron reproducir la sensualidad de la Andalucía esencial, en lo que fue tanto un tributo a su belleza como una manera de hacerla propia a ojos del mundo. Según ponen de manifiesto los historiadores, lo hispánico iba a prender de modo especial –música, lengua, cocina, arquitectura– en la vida popular, hasta arraigar en la historia íntima.

Quién sabe si esa impregnación de lo español hubiera sido posible sin Cartagena de Indias: de no ser por el heroico desempeño de Blas de Lezo –por fin restituido a su gloria–, Toynbee observó que el cono sur de América hablaría inglés. Poco extraña, por tanto, que en estas mismas páginas se haya llamado recientemente a Cartagena «la ciudad más española del mundo». Caribe a escala y España trasplantada, el propio Foxá, en el esquinazo de los años cuarenta y cincuenta, visita Cartagena y da testimonio en ABC del pasmo que aún acomete al español que imagina la ciudad de otro tiempo, «con sus tertulias reposadas, mientras, afuera, en sus murallas aullaban los bucaneros». Ingleses o franceses, los sitios de Cartagena hacen fácil contemplarla, todavía hoy, «como la litografía de una batalla naval», con el fuerte de San Felipe a imagen de «una muela careada, emplomada de cañones». Era el lugar de la resistencia de Lezo, pero Foxá también nos dará imagen de una dulzura de vivir característica del trópico, con «sus horas antiguas y serenas», «salones con candelabros, danzas y pianos» y esos balcones que velan, tras sus flores, «recónditas alcobas». En realidad, de Fenicia a Cartago y de nuestra Cartago Nova levantina a la Cartagena colombiana, en las bodegas de los barcos que arribaron al Caribe viajaba –como ya supo ver Foxá– no poco del bagaje de la civilización, en lo que es una larga historia de belleza y de sentido.

Por eso, hoy como ayer, un simple paseo por las calles de Cartagena de Indias bastaría para diluir no poco de la «leyenda negra» antiespañola o –al menos– para no creernos nosotros mismos, con papanatismo culpable, esa misma leyenda. Cuando el escritor Rudyard Kipling, de origen indio, viaja a Gran Bretaña, les pregunta a los ingleses «¿qué conocen de Inglaterra quienes sólo conocen Inglaterra?» Del Caribe a los Mares del Sur, hay muchas Españas que no están en esta España. Por eso, a veces, cuando un español se encuentra esos vestigios de Hispanidad esparcida por el mundo, entra la tentación de hacerse una pregunta similar a la de Kipling.

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De ABC, 15/05/2017


3 comments:

  1. Me gusta lo que dice, reconocemos que no todo fue bailar jota o cueca, pero España nos dejó un impronta en el alma y no borra con resentimientos y memorias sólo de lo amargo de la conquista. somos mixtos, mestizos, almas duales y muy bien constituidas, en las venas nos corre Moctezuma, Pizarro, algún moro, marrano o puta y también sangre de clérigo, mulata e indígena, esos somos con gusto por el ron, la jarana y las procesiones.

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  2. ¡Qué linda reflexión llena de olores y sabores, Fernando!

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  3. ¡Qué linda reflexión llena de olores y sabores, Fernando!

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